Diez años después de que Hernán Cortés y el arzobispo vasco Juan de Zumárraga llegaran a México, Nuestra Señora de Guadalupe se apareció a Juan Diego, un indio converso de 56 años de edad aproximadamente.
Una mañana del año 1531, muy cerca de la ciudad de México, cuando se dirigía a la iglesia de Tlatilolco para oír misa, al llegar al cerro del Tepeyac una voz muy dulce le llamó:
Juanito! ¡Juan Dieguito!
La voz parecía proceder de lo alto del cerro por el que pasaba y, antes de llegar arriba, “Una señora más reluciente que el sol” se mostró ante él.
Soy la siempre Virgen María, madre del verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del Cielo y de La Tierra. Mucho quiero, hijo mío, que aquí me levantes mi casita sagrada.
Juan Diego no daba crédito a lo que veía y oía, pero algo en su corazón le decía que aquello era cierto.
Para realizar lo que pretende mi corazón (continuó diciendo La Virgen), quiero que vayas al palacio del obispo de México y digas que yo te envío. Descúbrele mi deseo de que aquí mi provea de una casa y que me alce un templo en este mismo lugar.
Juan Diego terminó arrodillándose. La Virgen apostilló:
Todo esto se lo contarás, cuanto has visto y has oído. Y ten por seguro que mucho te lo agradeceré. Retribuiré tu cansancio y el servicio que me vas a prestar.
¡Anda y ve! Haz lo que esté de tu parte.
El indio, después de oír lo que le decía la Madre de Dios, la obedeció.
Acudió ante el arzobispo Juan de Zumárraga, que no quiso escuchar lo que aquel le decía.
En el camino de vuelta a casa, se encontró de nuevo con La Virgen al llegar al cerro del Tepeyac y aprovechó para contarle sus penas.
¡Patroncita, señora, reina mía, muchachita! Fui donde me mandaste a cumplir tu amable palabra. Con dificultad entre donde se encontraba el gobernante sacerdote, a quien vi y expuse lo que me ordenaste. Lo escuchó perfectamente pero no quiso creerme. Mucho te suplico, Señora mía, que a alguno de tus nobles, respetado y honrado, que sea conocido, le encargues que lleve tu amable pedido para que le crean. Porque, en verdad, yo soy hombre de campo, yo soy parihuela, soy cola, soy ala. Yo mismo necesito ser conducido o llevado a cuestas. No es mi lugar ir adonde tú me envías. ¡Virgencita! Hija mía, señora, niña…por favor, dispénsame!
Al oír estas humildes palabras, La Madre de Dios le contestó conmovida:
Ten por cierto que no son escasos mis mensajeros, pero es muy necesario que seas tú quien personalmente vayas para que, por tus ruegos y por tu intercesión se lleve a efecto mi querer y mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío, que otra vez vuelvas a ver al obispo, y con rigor te lo mando. Vete mañana y hazle oír mi querer para que realice el templo que le pido. Dile de nuevo que Yo, personalmente, soy la que te envía. La Virgen siempre Santa María, Madre de Dios.
Ante tanta insistencia, Juan Diego fue al día siguiente al palacio episcopal. Esta vez se quedó muy sorprendido de que le atendieran con cariño.
Tienes que traerme una señal para que yo sepa que es realmente Ella la que te envía (le dijo el arzobispo Zumárraga antes de despedirse).
De vuelta a su casa, Juan Diego volvió a encontrarse con La Virgen en el Cerro del Tepeyac y le contó la condición que le había puesto el señor arzobispo para que le creyera.
Está bien, hijo mío (le respondió María), mañana llevarás al Obispo la señal que te ha pedido.
Ya no dudará de ti ni sospechará. Y sábete, hijo mío, que Yo te pagaré mi cuidado y tu trabajo. Ahora vete, que mañana te espero aquí.
Pero desgraciadamente al día siguiente Juan Diego no pudo acudir a la cita porque su tío, Juan Bernardino, también converso como él, había caído muy enfermo.
El desconsolado indio había salido de casa en busca de un sacerdote para que le diera a su tío los últimos sacramentos. Esta vez no quiso pasar cerca del cerro del Tepeyac para evitar encontrarse con La Virgen, pero Ella salió a su encuentro.
Hijo mío (le dijo), escúchalo y ponlo en tu corazón. ¿No soy tu Madre? ¿No eres mi Hijo? ¿No estás bajo mi resguardo? ¿No soy tu alegría? ¿No estás bajo mi manto? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?
Que nada te aflija, que nada te turbe. Que no te dé tanta pena la enfermedad de tu tío porque no morirá. Ten por cierto que ya se ha curado.
Juan Diego, muy conmovido, rogó a la Señora que le diese la señal que le había pedido el arzobispo.
Sube al cerro, hijo mío (le pidió La Virgen María), allí encontrarás muchas flores, córtalas y tráemelas a Mí.
Asombrado por esta orden, pues Juan Diego sabía que en el cerro no había flores, no dudó en obedecerla y subió hasta la cima donde, para su sorpresa, encontró muchas flores que acababan de brotar, cuajadas de capullos, cosa impensable por las intensas heladas en aquella época del año. Las cortó, las envolvió en su Tilma y se las dio a La Virgen.
Estas flores son la señal que llevarás al obispo. Le dirás de mi parte que vea en ellas mi deseo y realice mi voluntad. Tú eres mi mensajero; en ti deposito mi confianza. Y mucho te mando, con rigor, que nada más en presencia del obispo extiendas tu ayate y le enseñes lo que llevas para poder convencerle y que ponga todo lo que esté de su parte y levante el templo que le he pedido.
Juan Diego se puso en camino de palacio. Cuando llegó, los servidores de la sede episcopal querían saber lo que llevaba en su tilma. Él les enseñó algunas flores, las cuales ellos quisieron coger, pero les fue imposible hacerlo porque desaparecían entre sus manos. Ante esto, los servidores llevaron de inmediato a Juan Diego ante el arzobispo.
Fue entonces cuando Juan de Zumárraga desenvolvió la tilma del indio y sucedió el milagro: La Virgen de Guadalupe había quedado impresa en aquella tosca prenda de algodón. El arzobispo la tomó entre sus manos y la llevó a su oratorio privado.
Al día siguiente, Juan Diego, después de haber pasado la noche en palacio, llevó al arzobispo al cerro del Tepeyac para enseñarle el lugar exacto donde La Virgen deseaba que se construyera el Templo.
Después, el prelado le acompañó a su casa, y allí ambos quedaron sorprendidos y emocionados al ver a Juan Bernardino totalmente curado.
Fue una bella Señora la que me curó (les explicó el tío de Juan Diego), me dijo que era la Virgen María de Guadalupe.*
*Texto extraído del libro: “La Virgen María y sus Apariciones” de la autora Pitita Ridruejo.