El 20 de Enero de 1842, en la parroquia romana de San Andrea “delle Fratte”, dirigida por los padres Mínimos, el israelita de 27 años, Alfonso de Ratisbona, natural de Estrasburgo, se convirtió al catolicismo instantáneamente, iluminado por la Gracia, al recibir una aparición de La Inmaculada tal como aparece en su imagen en la Medalla Milagrosa.
Alfonso fue bautizado y recibido en la Iglesia Católica `por el cardenal Patrizi, el 31 de Enero de 1842. Fue ordenado sacerdote en 1847.
En 1842 Alfonso estaba muy alejado de la iglesia católica ya que se llevó un gran disgusto cuando su hermano Teodoro fue ordenado sacerdote. Él mismo confiesa en sus cartas que era hebreo de nombre solamente, pues ni siquiera creía en Dios, no había abierto jamás un libro de religión y en casa de su tío, así como en las de sus hermanos y hermanas, no se practicaba la más mínima prescripción del judaísmo.
Desde muy joven lo prometieron con su sobrina, hija de un hermano suyo; la boda estaba próxima pero decidieron retrasarla debido a que ella era excesivamente joven. Entonces Alfonso decidió ir a hacer un viaje, pero se equivocó, y en lugar de ir a Malta apareció en Roma el día 6 de Enero.
El ocho de Enero, mientras caminaba por una de las calles de Roma, oyó que le llamaban. Era Gustavo de Bussiéres, amigo de la infancia. Era amigo de Teodoro, su hermano sacerdote, y había abandonado el protestantismo para convertirse al catolicismo y este hecho le provocaba un profundo rechazo y antipatía hacia él, pero accedió a charlar para poder intercambiar opiniones sobre el viaje que tenía planeado a Malta.
El señor Bussiéres, durante el rato que estuvieron juntos le habló de las grandezas del catolicismo y le propuso someterse a una prueba.
Alfonso, asombrado, le preguntó qué tipo de prueba era, a lo que el señor de Bussiéres respondió:
Le quiero regalar una medalla de la Santísima Virgen, a la cual yo le doy un gran valor.
Pero además de llevar la medalla en el cuello tienes que rezar por la mañana y por la noche la oración del “Acordaos” que San Bernardo dirigía a la Virgen María. Alfonso accedió y el señor Bussiéres fue a buscar la oración para que su amigo pudiera copiarla, pero Alfonso le dijo que él se iba a quedar con el papel original de la oración y que se la devolvería antes de marcharse de Roma.
Al mismo tiempo que el señor de Bussiéres le entregaba a Alfonso la medalla de la Virgen Milagrosa y la oración del Acordaos, pidió a su grupo de amigos más íntimos, entre ellos el conde Laferronays, que rezaran por la conversión de Ratisbona.
Alfonso había cambiado sus billetes para marcharse el día 22 hacia Nápoles, pero entretanto seguía dando paseos por Roma y cumpliendo la promesa que le había hecho a su amigo Gustavo de Bussiéres de rezar cada día la oración del Acordaos por la mañana y por la noche.
El día 20 de Enero de 1842, Alfonso se fue a tomar un café por la mañana temprano y al salir se encontró con su amigo Teodoro el cual le invitó a que le acompañara a la iglesia de San Andrés “delle Fratte” porque tenía que encargar el funeral de su amigo Laferronays que había muerto de manera repentina. El conde le dijo que sería un momento y que si quería que le esperara fuera, pero Alfonso de Ratisbona entró en la Iglesia.
Según él mismo declara, caminaba mecánicamente, sin pensar en nada, mirando a su alrededor, también se acuerda de un perro negro que daba vueltas a su alrededor. Enseguida ese perro desapareció, toda la Iglesia también desapareció.
Sus declaraciones después de estos instantes fueron:
De repente vi una luz que emanaba de una capilla, como si toda la luz se hubiera concentrado en ella. Volví los ojos hacia la capilla radiante de tanta luz y vi sobre el altar de la misma, de pie, viva, grande, majestuosa, guapísima y misericordiosa a la Santísima Virgen María, semejante en el gesto y en la forma a la imagen que se ve en la Medalla Milagrosa de la Inmaculada. Me hizo una señal con la mano para que me arrodillara. Una fuerza irresistible me empujaba hacia Ella y parecía decirme ¡Basta Ya!. No lo dijo pero lo entendí. Ante esta visión caí de rodillas en el lugar donde me encontraba. Traté de levantar varias veces los ojos hacia la Santísima Virgen, pero el respeto y el esplendor me los hacían bajar, aunque sin impedir la evidencia de aquella Aparición. Fijándome en sus manos, vi la expresión del perdón y la misericordia. En presencia de La Virgen, a pesar de que Ella no me decía una palabra, comprendí el horror del estado en que me encontraba, la deformidad del pecado, la belleza de la religión católica, en una palabra comprendí todo”
Yo salía de una tumba, de un abismo de tinieblas, y estaba vivo, perfectamente vivo ¡Y lloraba!
Veía en el fondo del abismo las enormes miserias de las que había sido arrancado por una infinita misericordia.”
Texto publicado en la web oficial de infovaticana.com